Para hacer frente a la competencia inglesa, a finales de siglo XIX se constituye, propiciada por el Marqués de Comillas, la Liga de los Intereses Hulleros de Asturias que, pronto, se convertirá en Liga Nacional de los Intereses Hulleros de España, estableciéndose un grupo de presión de empresarios e inversores en Madrid para favorecer el carbón. La acción del lobby da resultados y se consigue la elevación de la protección arancelaria y la obligación del consumo de producción nacional en la marina de guerra, arsenales y fábricas de armas estatales.

La forma jurídica de las empresas comienza a cambiar también. Los inversores optan ahora por constituirse en sociedades anónimas. Los consejos de administración están integrados por importantes hombres de negocios y destacados técnicos: Policarpo y Félix Herrero, José Tartiere, Benigno Chávarri, Víctor Felgueroso… Los empresarios creen que las compañías deben ganar tamaño si quieren competir en mejores condiciones. Empieza un débil proceso de concentración sociedades hulleras. En 1900, diez empresas asturianas estaban situadas entre las más importantes de España. Pero, mientras en Vizcaya los altos hornos van a la fusión en 1902, en Asturias, las mayores empresas acuden a la vía de la integración para potenciar sus altos hornos y sus minas. Fábrica de Mieres, la Hullera Española y Duro-Felguera son los grandes actores del periodo. La cifra de empleos que maneja la Cámara Oficial Minera de Asturias con el cambio de siglo asciende a casi 13.000 mineros.

Durante la primera guerra mundial el carbón asturiano vivió una de sus épocas doradas, todas, casi siempre, tan brillantes y prometedoras como breves e ineficaces. La competencia del carbón inglés casi desapareció. Crecieron los pedidos, la producción y las empresas obtuvieron cuantiosos beneficios. Sin embargo, estas magníficas condiciones no se aprovecharon para solucionar los problemas que arrastraba el sector hullero en Asturias. El crecimiento de la demanda hizo que de nuevo aparecieran pequeñas empresas y la oferta se incrementó tirando de mano de obra en lugar de aumentar la mecanización. Tampoco se invirtió en la mejora de las comunicaciones y se buscó la ganancia rápida y fácil. En 1916, Blas Vives contaba en la Revista Nacional de Economía que el enemigo del sector era “la implantación de muchas industrias, verdaderos parásitos en un imperio de desorden”. También aludía a las malas comunicaciones y a la falta de formación técnica. Se rompía así, al menos durante un tiempo, la tendencia a la concentración y el auge acabó siendo más apariencia que realidad.

Al terminar la guerra reapareció el carbón inglés, que volvió a conquistar los mercados con sus bajos precios y provocó un importante retroceso en la producción nacional. Esta situación llevó a la patronal a solicitar de nuevo más medidas proteccionistas que llegaron durante los primeros años veinte ante la grave crisis que presentan las empresas en 1922. Será Primo de Rivera quien más incida en la obligación de consumo del carbón nacional en todas las industrias. Esto provocó que la minería asturiana se recuperase volviendo a aumentar la producción de forma espectacular. En 1932, el gobierno republicano-socialista ratifica la obligatoriedad del consumo y, en 1935, el radical-cedista refuerza esta disposición. Son buenos años de nuevo.

Los buenos vientos propiciados por el soplo del Estado duran poco. La guerra civil castigó especialmente a Asturias por la violencia latente desde la Revolución de octubre de 1934. Fue la segunda provincia con mayor número de muertos en la contienda, sufriendo especialmente los mineros como grupo desafecto al régimen franquista y dada, también, la intensidad del movimiento guerrillero.

Los años cuarenta y cincuenta del siglo XX son los años de mayor esplendor del carbón asturiano. La hulla se convirtió en un producto estratégico, ya que la segunda guerra mundial primero, y el posterior bloqueo económico y aislamiento internacional después, impidieron que pudiesen llegar otras fuentes de energía como el petróleo. Las necesidades energéticas e industriales de un país aislado favorecieron el desarrollo hullero.

Los sucesivos gobiernos franquistas trataron de estimular la producción mediante la concesión de toda clase de ventajas a las empresas mineras. Se militarizó el personal de las minas, se amplió la jornada laboral y se establecieron dos o tres horas sin paga para ayudar a la recuperación de la posguerra. Pasados los primeros años, y casi a modo de compensación, el ministro Girón de Velasco aplicó una política paternalista consistente en medidas asistenciales como la ampliación de los seguros, el orfanato minero y la construcción de viviendas sociales. El Estado retomaba así la línea paternalista que habían instaurado décadas antes las propias empresas.

La hulla asturiana supuso casi tres cuartas partes de la producción nacional durante dos décadas. Como había pasado durante la Primera Guerra Mundial, el incremento del mineral extraído se logró, mayormente, gracias al aumento de la mano de obra y a costa de una alta siniestralidad laboral. Las posibilidades de empleo, que parecían inagotables, atrajeron un número importante de emigrantes de otras provincias. A finales de los años cincuenta, la minería asturiana toca techo en cuanto a empleo superando de largo los cincuenta mil trabajadores. Y aunque los resultados eran de nuevo más ficticios que reales porque tampoco ahora se aprovecharía el aumento de la demanda para introducir avances mecánicos, mejorar de forma efectiva la productividad o realizar una concentración empresarial que asegurara una mayor rentabilidad en el futuro, el final de la década marcaba el culmen de una epopeya, el momento álgido de “la fiebre del carbón” en Asturias, un proceso que sin llegar a constituir nunca un éxito rotundo si resultó determinante en la industrialización de Asturias dando lugar al establecimiento de la industria siderúrgica, a una profunda mejora de las comunicaciones interiores y a un desarrollo económico y social sin otro parangón semejante en la historia. Ni el mismísimo Alejandro Aguado, al que se le otorga la frase “donde hay carbón hay de todo”, habría imaginado una mutación tan profunda. Y es que el carbón lo cambió todo: el territorio, los pueblos, el ritmo de vida, los avances técnicos, las comunicaciones, la demografía, la medicina, la política, el papel de la mujer, la educación…