Los cambios que impulsó el carbón fueron profundos y vertiginosos. En lo territorial, las praderías dieron paso a tramas urbanas, y el crecimiento de población se disparó más de lo que nadie había imaginado. Basta citar el ejemplo de Langreo, que pasó de los menos de dos mil habitantes que lucían las parroquias de Turiellos, Lada, Barros, Ciaño y Riaño a mediados del siglo XVIII cuando se realizó el Catastro del Marqués de la Ensenada a los más de setenta mil de finales de los años sesenta ya en el siglo XX. El comercio agrícola basado en los productos del campo y la ganadería dio paso al industrial. El hambre y la emigración a América fueron sustituidas por el abastecimiento que aseguraban los economatos y la llegada de miles de inmigrantes, principalmente del sur de España.

Las condiciones de vida del obrero mixto, que mantenía como ocupación principal la agropecuaria, también evolucionaron. La situación descrita por Pedro Duro en sus respuestas a la comisión parlamentaria que estudiaba el estado de la clase obrera eran ya reveladoras en 1871. El empresario daba cuenta de la creación de una caja de socorros, de la construcción de viviendas, centros médicos, escuelas, etc. Más adelante, en 1917, las actas del Consejo de Duro Felguera recogen en la misma línea: “Trabajo y capital tenemos intereses armónicos, así damos preferente atención a lo que representa el bienestar del obrero y su mejoramiento moral y material”. Casa de Oficios, sanatorios y colegios corroboraban esta versión. Los obreros fueron profesionalizándose con este proceso paternalista de atenciones sociales que perseguía, entre otros fines, reducir la conflictividad, algo que muchas veces no lograría pese a los esfuerzos de la Asociación Patronal de Mineros Asturianos que, según la profesora María Violeta Álvarez, “opto por institucionalizar unas relaciones pacíficas” en aquella misma época.

Los movimientos sociales fueron inherentes al proceso industrial. Las condiciones de vida y trabajo dieron lugar en el último tercio del XIX a las primeras huelgas y asociaciones locales de trabajadores, inicialmente de carácter mutualista. En 1910 el socialista Manuel Llaneza puso en marcha el Sindicato de Obreros Mineros de Asturias (SOMA) con el fin de agrupar fuerzas para evitar fracasos como el de la huelgona sostenida en Fábrica de Mieres en 1906. También en 1910 se crea la anarcosindicalista CNT, con gran presencia en Langreo.

Los tiempos también cambiaban en el movimiento obrero. “De la empresa familiar se pasará a la sociedad anónima; de la acción individual, a la mancomunada; del capitán de industria al accionista que delega algunas funciones de dirección en técnicos y expertos. Paralelamente, el conflicto social deja de ser esporádico y desorganizado para convertir en una pugna de poder a poder, de organización obrera a organización patronal”, explica el historiador asturiano Francisco Manuel Erice Sebares.

Precisamente, la patronal se organizaría para dar respuesta al sindicato de Llaneza, que en1912 contaba con diez mil afiliados y en 1919 se acercaba a los treinta mil. La crisis de los años veinte y la escisión comunista debilitaron al sindicato, que se recuperó gracias a la favorable legislación laboral de la dictadura de Primo de Rivera y de la República, que convirtieron a la organización en intermediaria oficial entre mineros y patronos. Sus dirigentes se vieron desbordados por la radicalización de sus afiliados ante lo que consideraban deriva fascista del gobierno que dio lugar a la revolución de 1934. La Guerra Civil y la postguerra llevarían a muchos líderes mineros a la muerte, la cárcel, la clandestinidad o el exilio.

Ya consolidado, el movimiento obrero sería también motor de cambio en la reforma social logrando la puesta en marcha de la baja en caso de enfermedad y las indemnizaciones en caso de accidente o fallecimiento, entre otros. En esa misma línea de mejoras, se impulsó la concesión de viviendas, el crédito en los economatos laborales o las inversiones en educación; y, también, reformas en materia de accidentes de trabajo, condiciones de trabajo de las mujeres y los niños (se prohibió el trabajo subterráneo a menores de 16 años). También se regularon las pensiones, las vacaciones pagadas, enfermedades profesionales como la silicosis y se instauró la jornada laboral de siete horas en los trabajos subterráneos.

El fuerte crecimiento de la población en las comarcas mineras debido a la llegada masiva de inmigrantes conllevo la construcción de las numerosas barriadas que siguen poblando el territorio. Y el callejero se pobló a su vez con nombres de empresarios, ingenieros y geólogos.

La formación también se multiplicó. Las empresas buscaban un obrero formado y para ello no dudaron en abrir nuevos colegios y facilitar la llegada de órdenes religiosas vinculadas a la enseñanza como ocurriría con los Hermanos de La Salle. El analfabetismo cayó en picado con los nuevos centros y los obreros mejoraron su formación en las escuelas de artes y oficios, y en las de maestría.

Los avances corrieron parejos en muchos campos. La minería ha sido durante siglos un sector duramente castigado por la siniestralidad laboral y las enfermedades específicas del sector, como la silicosis. Esta realidad conllevó también un esfuerzo técnico para tratar de atajar la situación y mejorar las condiciones de seguridad en los trabajos con la aplicación de nuevas tecnologías. Además, la dura situación conllevó un desarrollo de nuevas técnicas médicas para atender a los accidentados, con figuras como el doctor Vicente Vallina, y la especialización en materia de rescates, de donde surgió un cuerpo centenario como la Brigada Central de Salvamento Minero, un equipo de emergencias con más de cien años de vida.

Innegable es también la influencia de los cambios industriales impulsados por la minería del carbón en el proceso de incorporación de la mujer al trabajo minero y siderúrgico a mediados del siglo XIX. Un cuadro de José Uría ya recoge en 1899 a un nutrido grupo de mujeres trabajando en el machaqueo de mineral en la fábrica de Duro. En 1901, Rafael Fuertes Arias dice que hay más de mil mujeres trabajando en la hulla, y el geógrafo Aladino Fernández asegura que tras la Guerra Civil era normal que trabajaran en la industria ante la falta de mano de obra masculina. En los setenta del siglo pasado, la situación se revertiría y la mujer tendría que empezar otra lucha para volver a la mina. Finalmente, el 17 de enero de 1996, cuatro mineras entraron por primera vez al pozo en Santiago, Aller, y Pumarabule, Siero. Alcanzar este hito acarreó largos pleitos y necesitó una sentencia del Tribunal Constitucional tras una demanda interpuesta por varias mujeres que habían entrado en Hunosa en 1985 y a las que sólo se les permitía desarrollar labores de exterior. En 1992, el órgano más elevado en la interpretación de la Constitución reconoció el derecho de las mujeres a trabajar en las explotaciones mineras en las mismas condiciones que los hombres. Como hecho singular, hay que señalar que una allerana, la ingeniera María Teresa Mallada se convertiría en 2012 en la primera mujer al frente de la mayor empresa hullera del país, Hunosa, compañía heredera del pasado industrial y minero asturiano.